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El final del laberinto de Adolfo P. Suárez

  • Paco Nadie
  • 30 oct 2017
  • 3 Min. de lectura

De entre todas las texturas, de entre todas las palabras, qué voz salvará los escombros para el arte? Laura Fjäder «Adolfo P. Suárez (Gijón, 1976) dibujante, ilustrador, pintor y artista plástico asturiano realiza su trabajo elaborado con un característico dibujo holgazán, desgarbado y de coloración confusa que atrae y engancha desde el primer trazo», esto es lo que nos dice una marca de cerveza sobre su trabajo para una “cerveza de Autor”, «una aromática y refrescante Blonde Ale, rubia de espuma blanca». Y como esa cerveza es la pintura de Adolfo. Todos conocemos esa imagen del vaso lleno de cerveza a través del que vemos con mejores ojos el mundo. Hay que imaginárselo en cualquier bar del mundo, con la temperatura ideal para sentarse a contemplar los edificios tras la cerveza o bajo los efectos de un largo viaje por el tiempo que lo convierte todo en líquido, haciendo que los más firmes y nobles edificios, aquellos en los que imaginamos las vidas de insignes lugareños o de personajes poco memorables, esos que aderezan las calles de todas las ciudades del mundo, empiecen a tomar vida. Estos edificios de Siena, de Paris, de Roma o de Salamanca son, al fin y al cabo, como la apariencia externa de esos lugares, como la indumentaria de época de esos otros personajes aparentemente estáticos y anodinos ,pero exóticos para nosotros, con los que uno tropieza en la ciudades nuevas que visita. ¿Qué sería de las ciudades sin esos personajes que nombran sus calles y aquellos olvidados de la construyeron?. Son esas presencias de movimiento casi imperceptibles que tanto nos sorprenden a los accidentados turistas de lo romántico, y que para los acostumbrados lugareños no son sino el paisaje rutinario y decadente de sus vidas, el espejo de su propio pasado, casi ruinas. Pero ¿Qué vidas contuvieron? ¿Que muertes? ¿Que historias de amor o cuantas guerras soportaron? Así se presentan ante el paso del tiempo como un espejismo de esa ciudad que imaginamos a través de ellos y de ellas: las casas. Vivimos a través de sus líneas, de sus luces y sombras, como lo hacemos a través de la inestable ilusión que trasmiten las pinturas de Adolfo. Porque las fachadas de esas casas también son uno mismo imaginando su vida como otro, con otros aún desconocidos y ya pasados o sólo y abandonado como muchos de ellos o nosotros ahora. ¿O no es a eso a lo que nos invitan esas ciudades casi invisibles o imaginarias que esperamos vivir, tras haberlas vivido, visto o leído durante tanto tiempo en las postales, en los museos o en los libros? Si las fotos son un salvavidas para el olvido estas pinturas lo son para lo que imaginamos, o al menos y eso ya es bastante, para lo que imagina Adolfo. En ese edificio imaginario que su pintura habita su propio temblor, un terremoto que atraviesa Europa como un fantasma y hace temblar los cimientos de occidente desde Lisboa a Praga. Es, quizás, eso, otro fantasma bello y decadente, que no llego ni a esbozar Marx, o el baile decadente, como el de La décadance, esa canción de Serge Gainsbourg cantada y bailada junto a Jane Birkin, que se baila por detrás. Me atrevo a decir, por concluir sabiendo que debería haber hablado más de pintura (otra vez será), que nadie está a salvo en este viaje del baile por ese decadente temblor al que mis invita Adolfo Suárez sin el debido afecto por los placeres de la vida y una cerveza compartida. Paco Nadie

 
 
 

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