El final del laberinto de Adolfo P. Suárez

De entre todas las texturas, de entre todas las palabras, qué voz salvará los escombros para el arte? Laura Fjäder «Adolfo P. Suárez (Gijón, 1976) dibujante, ilustrador, pintor y artista plástico asturiano realiza su trabajo elaborado con un característico dibujo holgazán, desgarbado y de coloración confusa que atrae y engancha desde el primer trazo», esto es lo que nos dice una marca de cerveza sobre su trabajo para una “cerveza de Autor”, «una aromática y refrescante Blonde Ale, rubia de espuma blanca». Y como esa cerveza es la pintura de Adolfo. Todos conocemos esa imagen del vaso lleno de cerveza a través del que vemos con mejores ojos el mundo. Hay que imaginárselo en cualquier bar del mundo, con la temperatura ideal para sentarse a contemplar los edificios tras la cerveza o bajo los efectos de un largo viaje por el tiempo que lo convierte todo en líquido, haciendo que los más firmes y nobles edificios, aquellos en los que imaginamos las vidas de insignes lugareños o de personajes poco memorables, esos que aderezan las calles de todas las ciudades del mundo, empiecen a tomar vida. Estos edificios de Siena, de Paris, de Roma o de Salamanca son, al fin y al cabo, como la apariencia externa de esos lugares, como la indumentaria de época de esos otros personajes aparentemente estáticos y anodinos ,pero exóticos para nosotros, con los que uno tropieza en la ciudades nuevas que visita. ¿Qué sería de las ciudades sin esos personajes que nombran sus calles y aquellos olvidados de la construyeron?. Son esas presencias de movimiento casi imperceptibles que tanto nos sorprenden a los accidentados turistas de lo romántico, y que para los acostumbrados lugareños no son sino el paisaje rutinario y decadente de sus vidas, el espejo de su propio pasado, casi ruinas. Pero ¿Qué vidas contuvieron? ¿Que muertes? ¿Que historias de amor o cuantas guerras soportaron? Así se presentan ante el paso del tiempo como un espejismo de esa ciudad que imaginamos a través de ellos y de ellas: las casas. Vivimos a través de sus líneas, de sus luces y sombras, como lo hacemos a través de la inestable ilusión que trasmiten las pinturas de Adolfo. Porque las fachadas de esas casas también son uno mismo imaginando su vida como otro, con otros aún desconocidos y ya pasados o sólo y abandonado como muchos de ellos o nosotros ahora. ¿O no es a eso a lo que nos invitan esas ciudades casi invisibles o imaginarias que esperamos vivir, tras haberlas vivido, visto o leído durante tanto tiempo en las postales, en los museos o en los libros? Si las fotos son un salvavidas para el olvido estas pinturas lo son para lo que imaginamos, o al menos y eso ya es bastante, para lo que imagina Adolfo. En ese edificio imaginario que su pintura habita su propio temblor, un terremoto que atraviesa Europa como un fantasma y hace temblar los cimientos de occidente desde Lisboa a Praga. Es, quizás, eso, otro fantasma bello y decadente, que no llego ni a esbozar Marx, o el baile decadente, como el de La décadance, esa canción de Serge Gainsbourg cantada y bailada junto a Jane Birkin, que se baila por detrás. Me atrevo a decir, por concluir sabiendo que debería haber hablado más de pintura (otra vez será), que nadie está a salvo en este viaje del baile por ese decadente temblor al que mis invita Adolfo Suárez sin el debido afecto por los placeres de la vida y una cerveza compartida. Paco Nadie