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Milagros de José Acevedo y Arantza Montejo


Llamamos Milagros a esta muestra porque así queremos nombrar a esas alegrías que nos provocan los pequeños descubrimientos, en este caso plásticos, que nos hacen cómplices felices. Al menos a José y a mí. Su intensidad es variable pero duradera. Es similar a la que provocan, en cualquier parte o momento, ciertos gestos casuales cotidianos -como las sonrisas, las palabras amables, o la escucha, más o menos involuntaria, de una conversación inteligente y divertida- sin que podamos evitarlo.

El mismo hecho de que sucesos insignificantes, por su sencillez, nos puedan «arreglar el día» y de que eso nos siga ocurriendo me parece excepcional. Y cuando ese atisbo de felicidad lo provoca algo tan trivial como un trozo de papel colocado al lado de otro casi al azar, me parece un hecho verdaderamente milagroso.

José y yo ejercemos de amantes de las telas, los colores, las texturas, las tramas, las formas... la belleza de las cosas en general. Estamos rodeados -otra suerte que nos une- de personas que aprecian el arte, lo conocen, lo viven y disfrutan. Nosotros dos somos sobre todo aficionados a buscar esa belleza, o a encontrarla (si se puede aficionar alguien a encontrar), en objetos que andan –a la vista o escondidos- por las viviendas o por las calles. Esas aceras, muros o esquinas en las que a veces te puedes sentir como en casa. Porque las cajas de verduras o zapatos, con sus cartones de diferentes gramajes y acabados, nos salen al paso pidiendo atención a gritos. Las citas son ciegas y no se acaban nunca, creo que pueden ser infinitas, tantas como plazas hay en el mundo. José además visita regularmente el rastro de Gijón. No hay propósito de enmienda sino todo lo contario.

En algunas de las imágenes que construí con recortes durante un viaje, utilicé unas estampitas (estaban por allí, esperándome) con las figuras de Francisco y Jacinta, los niños a los que se les aparecía la Virgen en

Fátima. Yo llevaba en mi maleta trozos de estampados, hojas arrancadas de libretas y muchos envoltorios, sedosos, de naranjas, mandarinas y otras frutas. Pensaba pegar solamente esos materiales... pero se coló la pastorcilla y luego me apetecía que siguiera apareciendo. Como esos momentos de recortar y colocar fueron matutinos, solitarios, disfrutones, apresurados... y yo jugaba con las figuras en papel de los protagonistas de un milagro... Como además mi madre se llamaba Milagros... Llamé a José y le pedí que expusiéramos juntos cuanto yo volviera Gijón, que ya tenía hasta el título pensado. Él, casi inmediatamente, bajó a su trastero con confianza absoluta en lo que le esperaba. No era necesario rebuscar, seguro que intervenía el azar. Unos marcos de diapositiva se adelantaron a sus propósitos haciéndose ver. José volvió a sentir el placer nervioso de la indecisión, el cosquilleo de dejarse llevar, el goce del trabajo, como en una conquista, alrededor de la mesa.

Nuestra ambición es compartir la fascinación estética. Queremos conquistar mostrando el resultado de humildes peripecias silenciosas. ¿No es casi como un milagro el placer contemplativo?

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